Era
casi medianoche, una "calima" agónica se había instalado durante el
día consintiendo una noche ardorosa y densa. Las gentes se encontraban en la
calle, sentadas en sus sillas de espadaña, conjurando su conversación a la
brisa más ligera. Algún otro, tumbado sobre una áspera manta de Pedro Bernardo,
caía en una especie de modorra transitoria en la sombra de la charla de sus
convecinos. De improviso, el cielo se tintó del color del Apocalipsis y el aire
comenzó a machacar con el saña el dorso de las tejas y ululaba salvaje por
entre las rendijas. Un primer rayo deslumbró la tierra y se desplegó
intratable, hundiendo sus raíces en las simas de la atmósfera. Un segundo rayo
restalló diestramente, como un látigo de luz inmenso, sobre el transepto de la
iglesia, que se encontraba, respetuosamente sitiada, en el lugar cimero,
ahijando al resto de las construcciones. Atronó como un hiperbólico coro de
timbales y un brutal escalofrío removió los maderos y adobes de las casas.
Después, el más absoluto silencio lo abarcó todo, y en un instante, el bisbiseo
de las primeras gotas de lluvia se confundió con los gritos de: ¡Fuego!,
¡Fuego!.
Un fuego extrañamente azul, que chisporroteaba
como una higuera ardiente, iba arreciando al tiempo de la lluvia, como si esta,
en lugar de sofocar el incendio lo alentara, como cuando mi padre derramaba el
resto de una copa de anís sobre la lumbre y esta, soliviantada, mostraba su
enojo desprendiendo bruscas llamas amenazantes. Una flamante columna de humo y
fuego fue ganando altura hasta parecer la sombra ardiente del espigado
campanario. Todo el mundo se echó a la calle con baldes y cubos, pero la gran
elevación de la falsa bóveda hacía imposible cualquier acción de extinción, así
que, alertados por la voz del sacristán, centraron sus esfuerzos en la
salvación de las reliquias e imágenes sagradas.
Don Dimas, el cura, asistía
enmudecido y como extraviado a la anárquica procesión de figuras de vírgenes
inmaculadas y santos piadosos, que atropellándose, eran sacados por la ojiva de
la cara oeste. Allí estaba San Roque, con su afectado sombrero y una calabaza
auténtica colgando de su cayado, se dejaba llevar inútil, dando bandazos, sobre
los hombros de aquellos labriegos que en tantas ocasiones le habían rezado. A
sus pies, su inseparable compañero, desconsolado, parecía responder a la
letanía de aullidos que por doquier resonaban. Un apolíneo San Sebastián, tallado
en madera, al tiempo de ver su cuerpo florido de dardos, sufría el doble
martirio de tener quemadas sus piernas; uno de los travesaños encendidos había
caído a los pies del cadalso sobre el que se erigía y había sido rescatado
justo a tiempo; unos instantes después se desplomaba el resto de la cubierta,
produciendo un estruendoso chasquido que fue el preludio de un delirante
espectáculo de formas y luces infernales.
El incendio terminó, mas continuaron allí largo tiempo, en un estado de semiinconsciencia, hipnotizados por los rescoldos y las cenizas. Luego, con las primeras luces del día, algunos empezaron a reaccionar y evaluaban la situación; alguien preguntó: ¿Dónde está Don Dimas?, todos se miraron escrutando la respuesta, y el silencio expectante fue roto por el llanto de una mujer al que siguieron más llantos y lamentos. Algunos comentaban haberle visto al inicio del incendio, al lado del baptisterio, señalando a uno y otro lado de la iglesia, como un sonámbulo, sin lograr articular palabra alguna ni poder avanzar en una dirección determinada. Entre el desconcierto una mujer recordó verle de rodillas, juntas las manos en definido gesto de oración. Así fue encontrado más tarde, entre las vigas abrasadas y los negros escombros. Tenía 68 años y había pasado 33 de ellos como cura párroco de esta iglesia de San Andrés, durante los cuales había parcheado y renovado, con el mimo de un coleccionista, cada rincón y cada grieta. Desconcertado e inerme ante el daño irreparable que estaba sufriendo, sólo le cupo ponerse a rezar para lograr el milagro que la salvara, pero el milagro no llegó, y como el capitán de un barco desahuciado y hundido, se había mantenido hasta el fin en el particular puente de mando de un reclinatorio.
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