Sé exactamente el día que perdí el miedo: fue un 22
de Julio de 1976, día de la Malena.
Tenía entonces 11 años.
Antes de esta fecha yo tenía miedo, como todos los
niños supongo. Tenía miedo, por ejemplo,
a subir a la troje y cuando mi madre me mandaba a por unas cabezas de
ajos o a por unas patatas, yo subía con
mucho recelo pues a cada paso los
tablones de madera crujían y el viento se colaba entre las tejas y aullaba como
una fiera. Me daba miedo también entrar en el sótano y sacar agua del pozo pues
de pequeño mi Tío Dionisio me había dicho , seguramente para que no me
acercara, que dentro moraba S. Miguel ,
y cada vez que hundía el cubo en la oscuridad del pretil las ondas que hacía el agua distorsionaban mi
reflejo y me parecía ver al santo varón haciéndome gestos.
Pero aquel día de la Malena aquello cambió. Manuel y yo bajamos en bicicleta a Garciotún,
no habíamos dicho nada a nuestras madres, por si no nos dejaban. A la entrada
del pueblo, junto a la puerta de la mayordoma, hombres maduros, con sabiduría
en sus manos, construían el ramo con
sarmientos y ramas y lo adornaban con
panes y banderas, las mujeres cantaban canciones antiguas y se repartía
limonada. En el aire se respiraba alegría y tradición, se celebraba la vida y la historia.
Desde la casa de la mayordoma seguimos a la comitiva y pasamos por una
calle estrecha donde se repartían cucuruchos de tostones y un haz de albahaca. Manuel y yo hicimos dos
veces cola por lo que llevábamos los bolsillos de los pantalones manchados de
cal pero atestados de garbanzos. Todo era júbilo y conmemoración pero
Manuel se empezó a sentir mal. Se
había atracado de tostones y había
bebido 4 vasos de sangría. Dice el dicho “La limonada no emborracha pero
agacha” pero a Manuel directamente le había tumbado. Le acompañé a casa de su
tía Francisca, una prima de su padre que vivía
en Garciotún, y allí subieron la
bici a la parte de atrás de una
furgoneta “4 L” y le llevaron a Bayuela. Yo
no me quise ir pues, a diferencia
de Manuel, la sangría me había animado mucho y tenía ganas de bailar y seguir
la fiesta. En el arco de entrada de la
iglesia, donde los mozos del pueblo paseaban el pesado ramo haciendo
exhibición de su fuerza, yo también me
sentía capaz de acarrearlo. Las mujeres
les animaban con cánticos y palmas y cuando se había llegado al éxtasis algunas de ellas rompieron
las panderetas mostrando que todo
había acabado.
Fue entonces fue
cuando me di cuenta de lo tarde
que era, el sol se estaba poniendo y, me tenía que ir enseguida. Para venir
habíamos bajado por la carretera, pero pensé que la vuelta sería más rápida por
el camino del “Puente Romano”, cuando lo crucé ya era casi de noche . Miré el agua estancada y oscura que había debajo y
recordé la historia sobre un niño que
se había ahogado allí muchos años
atrás. Un escalofrío recorrió todo mi
cuerpo, sentí que un miedo profundo me
paralizaba pero ya era tarde para volver
atrás.
Los sonidos de la naturaleza que de día son tan idílicos y transmiten
serenidad, por la noche suenan siniestros y
producen turbación. Los grillos
me hostigaban con sus chirridos agudos,
como si tocaran violines metálicos, las ramas
movían sus pámpanos con un ademán
amenazante y la cadena oxidada de mi bicicleta sonaba a cada pedalada como un
gemido.
Cuando subía la cuesta de los Molinos, en mitad del
camino, vi un mastín gigantesco que venía hacia mí con no muy buenas intenciones,
ladrando con un sonido ronco y profundo. En ese momento me vino a la mente una historia que me había contado mi padre: Cuando era novio
de mi madre, una noche que volvía en bicicleta
hacia Cardiel, vio un lobo al
bajar la cuesta del “Reguero Hondo” y
entonces se puso a pedalear cuesta abajo a toda prisa y cuando pasó a su
lado éste no le atacó, al día siguiente aparecieron 4 ovejas muertas en una
finca cercana. Pero mi situación era distinta pues yo subía andando la cuesta,
empujando mi pesada BH celeste, exhausto por el cansancio y el miedo. Apenas me quedaba aire en los pulmones, pero
sabía que no hay que demostrar temor ante los perros y ni corto ni perezoso me
puse a tararear una canción, en ese momento la primera que me salió fue una de
los payasos de la tele “Un barquito de cáscara de nuez”. El perro continuó
ladrando con grandísima potencia, como el tañido de una campana, podía ver su
saliva cayendo entre los colmillos y pensé que iba a devorarme, entonces empecé
a cantar a viva voz. Increíblemente el perro
enmudeció y perdió interés en mí y se fue andando con total desdén en
otra dirección.
Por fin pude
respirar pero me seguía encontrando en una total oscuridad, en aquella época la
corriente eléctrica iba a 125 w y las farolas del pueblo eran mortecinas y
apenas refulgían en la noche. Cuando coroné
la cuesta del Cucarabacho, a la altura del caño, vi por fin una luz, era
el reloj del campanario, iluminado en
medio de la noche , guiándome a casa como un faro en medio de la tormenta.
Estaba salvado.
Llegué a casa empapado en sudor y cansado pero
orgulloso de haberlo conseguido. Sentí que había vencido la adversidad como un
hombre. Después de aquella noche ya no
volví a tener miedo. Y si alguna vez lo tuve se desvanecía cuando empezaba a
tararear: “Navegar sin temor/ en el mar
es lo mejor,/no hay razón de ponerse a temblar./Y si viene negra tempestad/reír
y remar y cantar.”
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