El primer fin de
semana de Octubre de 1981 eran las
Fiestas de Cardiel en honor a la Virgen del Rosario. Yo no era mucho de ir a las fiestas de otros pueblos pero esta
era una excepción, primero porque soy medio cardielejo y en segundo lugar
porque tienen un encanto especial. Al ser las últimas del año son como la
despedida definitiva de las vacaciones de verano, edad dorada para un adolescente, y aunque ya
ha empezado el Otoño, los días son
todavía bellos y cálidos.
El sábado por la noche, estaba con mis primos en la plaza
del Cerrillo oyendo tocar a los “Pekes Brandys” y vi llegar
a tres chicas de Bayuela: Marta, Elena y
Patricia. Me acerqué a saludarlas y aunque no éramos amigos, el
hecho de encontrarse con una cara
conocida, siendo ellas forasteras, hizo
que me recibieran con gusto. Con quien más conecté fue con Patricia que se reía todo el tiempo con las
cosas que le contaba y en un momento dado me cogió de la cintura y, sin
preguntarme, me sacó a bailar un
pasodoble. En un descanso, mientras tomábamos una Mirinda y charlábamos me comentó que era la primera vez
que bajaba a Cardiel y que no conocía el pueblo. Entonces yo, como buen
anfitrión, me ofrecí a ser su guía turístico. Primero
rodeamos la iglesia y le mostré la pared donde se jugaba al frontón (deporte
nacional de Cardiel), luego le enseñé el
rollo, hermano pequeño del de Bayuela,
después el ayuntamiento y como final del
tour, le llevé a dar un paseo hasta el
puente sobre el arroyo Saucedoso,
Sentados sobre el
pretil del puente nos quedamos en
silencio y mirábamos las estrellas , el momento era mágico: la luna menguante parecía guiñarme el
ojo y en la orilla los chopos se
inclinaban sobre la aliseda insinuándome
que la besara , estaba a punto de hacerlo pero de repente la magia se
rompió y dijo: “Nos tenemos que marchar, va a venir a recogernos el padre de
Elena y a lo mejor me están buscando”.
Efectivamente cuando volvimos al Cerrillo ya estaban esperándole para
marcharse, antes de entrar en el coche se volvió sonriéndome y me
preguntó:“¿Nos vemos mañana? ,¿Estarás en Bayuela?”. “Sí, le contesté, subo al pueblo a dormir.”
Al día siguiente, Domingo, habíamos quedado mi amigo Manolo y yo
a jugar al mus con Goyo y Miliki. Eran mayores que nosotros pero en un
campeonato que se había celebrado en la “Cafe”, durante el verano, habíamos jugado la final con ellos. Nos
habían ganado pero nos ofrecieron
caballerosamente jugar la revancha y
habíamos elegido ese día.
Todo estaba dispuesto, el tapete verde como el césped del
Santiago Bernabeu, los chinos plateados y
relucientes. Me encantaba jugar al mus, y hacerlo con Goyo y Miliki era como
jugar la Copa de Europa contra el Madrid. Goyo faroleaba sin pestañear y
Miliki te miraba muy fijamente a través de sus
gafas de pasta y, como si estas tuvieran rayos X, te adivinaba las
cartas, sobre todo en juego, parecía
saber siempre si llevabas o no 31.
Habíamos perdido la primera vaca, entonces entró Patricia
por la puerta de la Plaza y me sonrió, cruzando la cafetería con
coquetería para salir estilosamente por puerta de la Plazuela. Pensé que lo había
hecho para que la viera. En ese momento perdí todo interés por la partida y
toda mi atención estaba en ella, que, no por casualidad, se había sentado en
los poyos de la Teléfonica, justo enfrente de la ventana donde estaba jugando. Yo quería perder cuanto antes y salir a hablar con ella, pero entonces empezaron a entrarme buenas cartas,
lo cual además de ser un contratiempo era de
mal agüero: “Afortunado en el juego, desafortunado en amores”. Eran las
6 de la tarde y los que vivían en Madrid ya empezaban a marcharse, pues con que hubiera un poco de caravana se tardaban tres horas en llegar, por lo que posiblemente
Patricia no tardaría mucho en partir. Ella volvió a entrar en la cafetería,
compró unas pipas y volvió a sonreírme.
Tenía que terminar la partida como fuera y empecé a
arriesgar y a echar órdagos. Tenía a Goyo y Miliki totalmente despistados,
también a mi compañero que me miraba sorprendido, no sabían a qué atenerse. Miliki ya no acertaba en sus
predicciones y Goyo se desesperaba
porque yo siempre llevaba cartas. Empatamos a una vaca y en la definitiva ya no
sabía si ir a ganar o a perder, pues las cartas se mostraban caprichosamente en
contra de mis deseos. Llegamos al juego definitivo, Miliki echó un órdago, puse las cartas boca arriba y sin esperar a
comprobar quien había ganado, salí disparado hacia la plaza, pero en ese momento el 124 blanco del padre de Patricia acaba de
recogerla y se dirigía calle abajo hacia
el cruce. El perro de adorno que muchos coches de aquella época llevaban en la parte de atrás movía la cabeza arriba y abajo, corroborando lo que yo pensaba, que sí, que
había perdido mi oportunidad.
Aquella fecha quedaría
marcada en mi vida como “El día en
que gané a Goyo y Miliki pero perdí
el amor de una mujer”
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