D. Amadeo García Belloso, director de la escuela nacional "San Andrés", dirigía, visiblemente enorgullecido, el saludo marcial matutino. A su condición de preboste escolar unía la dignidad de comisario-secretario de la Falange en la localidad. Llevaba siempre una camisa púrpura, llamada hábito, anudada al cuello por un cordón de hilos blancos y negros entrelazados y con flecos en sus extremos. Era el distintivo de los que, habiendo rogado una intervención divina, hacían la promesa de no quitarse esa vestimenta si el Altísimo escuchaba su súplica. D. Amadeo explicaba que había realizado esta ofrenda, en julio del 36, a cambio de que España fuera liberada de las garras del estalinismo y la anarquía, aunque, en realidad, el no había hecho mucho por la causa.
Pasó toda la guerra en
Sevilla, lejos del frente, ejerciendo de ordenanza de un capitán de
intendencia, tío suyo, encargado del abasto del ejército del General Varela,
que en su marcha hacia Madrid, se encontraba en plena "guerra de
columnas" tratando de acabar con pequeñas unidades republicanas dispersas.
Mientras, en retaguardia, el capitán emérito encomendó a su sobrino la
exclusiva responsabilidad de que los envíos de Oporto al generalato no se
interrumpieran, trasladándose él mismo a Rosal de la Frontera cuando algún
cargamento quedaba inmovilizado por las autoridades aduaneras portuguesas, lo
cual solía solventarse aligerando algo el peso de los camiones.
La
máxima que guiaba sus acciones, y que a menudo gustaba repetirnos, era:
"El deber es lo más hermoso y el sacrificio en el intento de cumplirlo lo
más grande". El deber era hacernos buenos hombres y buenos españoles, por
ello trataba con la máxima severidad el desliz más inocente. Era partidario de
aplicar castigos colectivos incluso para faltas individuales, de este modo,
quería inculcar los sentimientos de lealtad y respeto hacia los compañeros en
la consecución de la causa común. A estos ideales apelé yo el día que una
pelota perdida rompió un cristal de su despacho, y me negué a responder a la
inquisición sobre el responsable del destrozo. Ello me costó ración doble de
palos y un mes sin salir al recreo. Don Amadeo
era todo un virtuoso en el manejo de la regla como arma de castigo,
desconozco si algún día le dió uso como instrumento de medición. Era uno de
aquellos listones de madera que marcaban 40 cm. Se alabeaba notablemente, con
la flexibilidad e inspiración de una fusta, infringiendo un considerable dolor
y enrojecimiento en la palma de la mano. Allí donde
pueden consultarse las líneas que desvelan el futuro, pero cuyos relieves y
vaguadas habían sido borrados del mapa a fuerza de golpes, como negando el
porvenir.
Pero lo peor fueron las cuatro semanas de
reclusión: ¡Cómo sufría viendo a mis amigos jugar en el patio!. Era curioso
observar cómo aquella pléyade de niños, de distinta edad pero igual desbordante
energía, se entrecruzaban atendiendo a sus actividades (la pelota, las canícas,
el churro- media manga- manga entera) sin, aparentemente, estorbarse, como un
ejército de hormigas perfectamente adiestrado que cruza sus trayectorias siguiendo
un plan previsto, como un mecanismo de relojería.
Lleno de hastío miraba por la ventana,
tintando de vaho el cristal con mi aliento triste y dibujando sobre él los
contornos de la melancolía. Maldiciendo mi suerte y mi conciencia, pues allí
estaba Carlitos, libre y despreocupado, chutando a la pelota, cuando él había
sido el causante del destrozo. Entonces entró Don Manuel en la clase, y al
verme así, se sentó a mi lado y me habló haciéndome compañía. En medio de la
conversación me preguntó:
- ¿Qué querrás ser de mayor?.
Yo que nunca me había planteado tal cosa, pues no pensé que fuera algo
que se pudiera elegir, me quedé extrañado por la pregunta (¿Cómo si no podían
haber escogido los hombres del pueblo ganarse la vida doblando el torso
eternamente y batiéndose con la tierra con la innoble defensa de un azadón?).
- Guerrillero, quiero ser guerrillero.
Fue lo único que se me ocurrió decir para no decepcionarle, mi principal
diversión era jugar a la guerra con mis amigos, junto a las ruinas del
castillo, entre sus desvencijados lienzos y murallas mutiladas.
Él
sonrió paternalmente por mi manifiesta inocencia pero luego sus ojos se
ensombrecieron y dijo, (con una voz cansada pero profunda, como la de los
profetas):
-
"La guerrilla es la guerra más
justa: la guerra por la supervivencia. Pero has de saber que no sólo hay que
derrotar al enemigo, sino que también hay que escarmentar a los traidores y
alentar el sacrificio. La guerrilla es la guerra del hombre contra la
injusticia, las reglas militares quedan extravasadas y se busca la consecución
de la paz por todos los medios, incluso por aquellos que rozan la
inhumanidad." Cuando pronunció estas palabras no me hablaba a mí, no
al menos al niño, sino quizá al hombre que sería algún día. Hablaba para sí
mismo, hablaba al mundo entero. En su mente estaban los sangrientos
acontecimientos que habían hecho, en numerosas ocasiones, del hermano un
enemigo y del amigo un extraño. Una guerra incivil que había sembrado España
con los mejores corazones, para conseguir, al fin, una estéril cosecha de
cruces.
Se
quedó en silencio unos instantes, como hipnotizado por sus propios
pensamientos. Luego salió sin decir nada para volver en breve con un libro en
sus manos.
- "Toma, para que te entretengas mientras
dura el castigo". Se trataba de "Juan Martín. El Empecinado"
de Benito Pérez Galdós. ¡Cómo me sedujo aquel relato! Aquellas dispares
batallas y gestos gloriosos. La osadía en la lucha y la camaradería en el
descanso. El pueblo arrostrándose con biernos y hoces al francés invasor. A
este fueron sucediendo otros episodios nacionales que me iba facilitando D.
Manuel. A él le debo, entre otras cosas, el amor por la lectura y la pasión por
la historia.
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