PABELLÓN DE MAYORALES (1ª parte)
En 1987 acababa de terminar la carrera y un cura salesiano
amigo mío, Santiago Galve, me ofreció trabajar para Cáritas en un albergue para
indigentes. Este se abría provisionalmente en el antiguo Pabellón de Mayorales
de la Casa de Campo, sólo para los meses de invierno y sólo para pasar la
noche, se quería evitar que los “sin techo” tuvieran que dormir en cajeros de
banco, portales abiertos o estaciones de metro.
Sus usuarios eran inmigrantes, pedigüeños profesionales, exreclusos,
etc., muchos de ellos con problemas de alcohol y drogas.
Mi función era ayudar al asistente social que entrevistaba a
los candidatos para entrar y luego, junto a otros compañeros, les dábamos de
cenar y hacíamos guardia por la noche para que todo estuviera tranquilo y por
si la policía nos traía algún indigente que encontraban borracho, tirado en un
parque o en medio de la calle.
El trabajo duró solo tres meses pero aprendí más cosas allí
que en los 5 años de universidad . Tuve grandes experiencias y conocí personas
increíbles:
Julián un cuarentón, culto y bien parecido, pero que tenía
algún tipo de esquizofrenia que le había arrojado a la calle. Tenía una
obsesión principal: el frío. Cuando entraba en el albergue llevaba puestos dos
jerseis, un abrigo y un plumas que no consentía quitarse mientras cenaba y luego se acostaba
vestido. Hablaba pausado y convincente y mantenía la atención de todos los que
le escuchaban aunque, a veces, lo que
decía no tenía ni pies ni cabeza. Nos contaba que Madrid había sido destruido
totalmente en la Guerra Civil y lo que veíamos era un holograma. El tenía un mapa que al doblarlo unía en la realidad dos puntos que le
teletransportaban y así entraba por uno
de ellos en Plaza Castilla y aparecía al instante en Atocha. Como le decía socarrón Pitu:
“joder Julián lo que te ahorras en taxis”
“ Pitu” (de Pitufo) era un enano pícaro y ocurrente, que decía haber trabajado en el circo de
Ángel Cristo, hacía múltiples bromas sobre su estatura (quizá para que ningún
otro se las hiciera ) y era la alegría de aquel lugar tan desabrido. Era fácil
encontrarle: donde hubiera un grupo desternillándose él estaba en medio (una
pizca de levadura hace crecer toda la masa). Tenía un don para hacer reír a los
demás y no residía en su físico sino en su inteligencia.
Azucena , drogadicta y embarazada, pedía dinero en la
estación de autobuses con la excusa de que había perdido la cartera y le
faltaban solo 200 pesetas para el billete. Juraba que ya lo estaba dejando,
pero todas las noches venía con los ojos vidriosos y el corazón triste. Quería
tener el hijo pero por otro lado se reprochaba ser una mala madre antes ya de que naciera. No sé que terminaría
haciendo, cualquier opción seguro que fue difícil y dolorosa.
Oulad un marroquí simpático e inteligente, que además de
hablar francés e inglés , había
aprendido hablar español en los tres
meses que llevaba aquí. Manteníamos largas conversaciones sobre la cultura y la
historia de España pues él no dejaba de hacerme preguntas. Pasaba el día en
bibliotecas, donde estaba caliente y podía saciar con libros su hambre de
conocimiento, el otro apetito se lo aguantaba pues aquel año el Ramadán
coincidía con el mes de Diciembre y no probaba alimento hasta que le dábamos el
bocadillo por la noche (como dice el Corán “cuando no se pueda distinguir un
hilo blanco de uno negro”)
Y así un rosario de personajes cada uno de los cuales tenía
méritos sobrados para escribir una novela de sus vidas.
Me tocó pasar allí la Noche vieja. Las normas del Albergue
decían que a las 10 todo el mundo debía estar en la cama, y no se hizo ninguna
excepción esa noche, pero Pitu no se conformó y quiso hacer algo especial. Se
subió a la mesa con una bandeja en la mano y
un cazo en la otra dispuesto a dar, manualmente, las doce campanadas de
despedida del año . Nos unimos todos a su alrededor y comiendo uvas imaginaria
(todavía hubo alguno que se atragantó) y celebramos divertidos la llegada del
nuevo año. Al terminar nos abrazamos y felicitamos, y por un instante, aunque
solo fuera un instante, diría que reinó la alegría y la esperanza, aunque al
terminar cada uno volviera a su habitación con sus problemas como único
cotillón.
A las 12, solo en mi despacho, oí las campanadas verdaderas
por la radio, como si estuviera en
la posguerra. Un minuto después
salí a la calle, la noche era fría y cerrada. El Paseo de Extremadura , que
siempre emitía un ruido constante de
motores y claxon, estaba ahora vacío y en silencio. Por un lado sentía
melancolía , pues por primera vez en mi vida no pasaría esa noche en casa
con mis personas queridas , pero por otro lado sentía un profundo agradecimiento hacia la
vida por lo que tenía , ya que aquellas
personas con las que había compartido esa noche
no tenían hogar ni familia ningún día del año.
PABELLÓN DE MAYORALES (2ª parte)
En el antiguo Pabellón de Mayorales de la Casa de Campo los “sin techo” tenían perfiles muy variados: parados, inmigrantes, pedigüeños profesionales, locos, exreclusos, etc., muchos de ellos gente maravillosa que había naufragado y que la vida había llevado hasta esa orilla.
Adela era una andaluza de unos 30 años (allí era difícil calcular la edad real pues la calle envejece mucho) , era guapetona y muy simpática pero a veces se creía la Virgen María. Un día salió en “pelota picada” al gran salón que tenía el albergue. Yo la llevé rápidamente a su habitación, la tapé con una sábana y le dije que no estaba bien lo que había hecho, pero ella me contestó: ”El cuerpo de la virgen no tiene pecado”. La reconvine para que se vistiera, pero me dijo “ la virgen viste de azul celeste y no me pondré ninguna prenda que sea de otro color” .Me lo puso difícil pero rebuscando en el almacén de ropa usada encontré un chándal azul claro del Carrefour que era lo más parecido a lo que ella me pedía, cuando se lo di no estaba muy convencida de que ese atuendo tan sport fuera digno de la madre de Dios, pero empezaba la cena y aceptó, pudo más el hambre que sus prejuicios sobre la moda . Al día siguiente parecía que había vuelto la cordura a sus ojos y me pidió perdón por lo que había hecho, le dije que no tenía importancia y entonces, cuando ya se marchaba, sonriendo me bendijo.
Es sabido que “cuando Dios cierra una puerta abre una ventana”, y para eso estaba allí Manuel, uno de mis compañeros, regordete y bonachón, un cura que había salido tarifando de los dominicos, porque allí no llevaban bien que fuera un espíritu libre. Se apuntó a esta labor voluntariamente y si su vocación era ayudar al prójimo, sin duda allí tenía su mayor campo de acción. Si el asistente social se ocupaba de las necesidades materiales y administrativas de los usuarios del albergue, él se preocupaba de los sentimientos, de la parte espiritual. Cuando los demás terminábamos las actividades que teníamos encomendadas nos retirábamos a un despacho a descansar, él, sin embargo, se mezclaba con los indigentes, salía afuera a charlar y echarse un cigarrillo con ellos. Con el tiempo me enteré de que a él no le gustaba fumar, pero era la forma de acercarse a ellos como un igual, sin que sintieran que les iba a dar un sermón, sino como un compañero más que compartía con ellos tabaco y afectos.
Un día, a eso de las once de la noche, escuché gritos en la puerta del albergue, al acercarme vi a Manuel, que con buenas palabras y un tono conciliador estaba tratando de decir a un habitual del albergue, que conocía perfectamente las normas, que ya no podía pasar (se cerraba a las 21.30, para que aquello no se convirtiera en una pensión). Pero el personaje estaba muy chulo, y quizá algo bebido, y porfiaba con Manuel porque sabía con quien se jugaba los cuartos. Justo cuando yo llegaba le escupió en la cara, Manuel se puso tenso y luchaba consigo mismo por quedarse quieto y no agarrarle por el cuello. En ese momento de duda me metí entre medias y de un par de empujones le eché del albergue.
Tras el incidente, Manuel se quedó apesadumbrado y estuvo deambulando por el gran pasillo del albergue sin dirección, como los presos en el patio de la cárcel. Luego se sentó en uno de los bancos , apoyando la cabeza sobre sus manos entrelazadas . No sé si estaba pensando o rezando (quizá las dos cosas eran lo mismo en ese momento). Para romper el hielo me acerqué y le dije “ Jesús también se cabreó con los mercaderes y los echó a latigazos del templo, ¿no querrás tu ser mejor que tu jefe?”. Me dedicó una mueca que intentaba ser una sonrisa para agradecerme la buena intención pero seguía triste. Entonces le expresé que después del incidente aun le admiraba más, porque si tras su apariencia dulce y bonachona sólo había un simple, un tontorrón, entonces no tenía tanto mérito el que se hubiera contenido, pero si era una persona como las demás, con su genio y su orgullo, para mí era más admirable (aunque él seguía culpándose por haberse dejado tentar por el odio).
En aquel lugar, como en la guerra, salía lo mejor y lo peor del hombre. El robo de lo poco que tenía el de la cama de al lado o la ayuda más desinteresada. La locura convivía con la sabiduría que da la calle, y la depresión se ahuyentaba con el humor más ácido. La línea que separaba el bien y el mal no era recta sino que tenía más curvas que la carretera que sube al Piélago.